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La matanza del 2 de octubre de 1968 comenzó la última semana de agosto en la Escuela Vocacional 7 del Instituto Politécnico Nacional.
A diferencia de los planteles reunidos en Ciudad Universitaria, Zacatenco, el Casco de Santo Tomás, la Ciudadela y San Ildefonso, la Vocacional 7 estaba aislada; sin embargo, fue la escuela más aguerrida del movimiento estudiantil.
Los tlatelolcas y los vecinos de las colonias Morelos, Peralvillo, San Simón, Guerrero y Santa María le decíamos de cariño Voca 7. Estaba en Tlatelolco, su edificio daba a la prolongación de Santa María la Redonda y se extendía en dos plantas de romboides amarillo claro, por todo el costado norte de la zona arqueológica, hasta la Plaza de las Tres Culturas.
Sus estudiantes repartían volantes de esténcil y brigadeaban contra las calumnias desde la tribuna, el púlpito y las planas; no eran comunistas ni querían sabotear las olimpiadas o derrocar al gobierno, querían diálogo público para que se cumpliera la Constitución. Por la noche hacían asambleas que granaderos, policías secretos y militares de civil disolvían a la de ya. Entonces a los perseguidos se les abrían las puertas y a los perseguidores les caía un aguacero de macetas, basura, trastos, lavabos descompuestos, palos, varillas, lo que hubiera. De nada servía la propaganda filtrada debajo de las puertas advirtiendo la quema de iglesias, banderas tricolores y mexicanas alegrías.
El jueves 29 de agosto, a las tres de la mañana con 47 minutos, elementos del Estado Mayor Presidencial asaltaron la Voca 7 y golpearon, quizás hasta la muerte, a quienes estando de guardia habían salido ilesos de la balacera. Como a las diez, los estudiantes guiaban a la gente por el plantel para mostrar los destrozos, los hoyancos, la sangre (la escuela fue derruida pero una mancha imborrable en forma de estrella permanece en el descanso de la escalera que bajaba del segundo piso).
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¿Y ustedes qué dijeron, que la mancha se hundiría bajo los años hasta disolverse en la desmemoria y en la verdad histórica? Pues no, se equivocaron. Su impunidad blindada parece de papel y su prepotencia de peluche. Su silencio prosódico no alcanzó para ocultar la indignidad con que pagaron su camino a esa gloria de vivir amurallados por armas y músculos a sueldo. Podrán fingir inocencia, decir que acaban de llegar, que no supieron qué o que nacieron después. Pero esa sombra de noventa años atroces untada los salpica de inconsciencia y no se les despega ni en la noche del poder perdido ni en el desengaño del autoengaño que les desfiguró el espíritu. Porque tanta y tanta y tanta muerte nunca dejará de preguntarles siempre: ¿Y ustedes qué dijeron?
Por: Agustín Ramos
El tiempo pasa, lo digo yo que nací en 1925, según los dueños de la palabra municipal. El tiempo pasa, hace un rato era de día y ahorita son las once con trece minutos de la noche. Me llaman Agustín Ramos (fíjense bien que no digo "me llamo", porque no acostumbro llamarme a mí mismo, ¿para qué?, si casi siempre estoy aquí conmigo). Nací en el año ya dicho por los ilustres poetas funcionarios, más ilustres que poetas, eso sí, aunque también el lustre y el puesto de funcionario les venga por la digna vía de la autopromoción. No es por hacer sentir menos a nadie, pero soy de Tulancingo... je, je. Me llevaron a México y ahí me puse a vivir. No concibo la escritura como algo distinto a la vida. Digo "viví" y es lo mismo que si dijera "escribí"; escribí millones de hojas, quince libros, o menos, como 17, entre novelas, ensayos y cuentos, sobre todo de temas históricos. Esto último gracias a la soberbia historia minera de estos lares míos y a la nostalgia que estos lares míos me producían cuando estaba recién llevado a México, ciudad donde viví y amé casi tanto como aquí. Y, bueno pues, ya son las once con 24. ¿Ven?, se los dije: el tiempo pasa, que me lo digan a mí que nací en 1925... Yo, el rey.