El pasado 6 de noviembre se cumplió un año sin saber el paradero de Sebastián, un joven estudiante de la ciudad de Pachuca que desapareció en extrañas circunstancias. Este hecho ha marcado la historia contemporánea de Pachuca y se ha sumado a la lista de casos no resueltos o abandonados sobre desapariciones, o mejor dicho: desaparecidos.
El caso de Sebastián cobró relevancia gracias a la movilización estudiantil, al enojo y al miedo de los miles de estudiantes que aún no han descubierto su poder político en un estado como el nuestro (e incluso en todo nuestro país). Porque fueron ellos, los estudiantes, los que alzaron la voz, no fue la UAEH, siempre preocupada por los rankings internacionales, no fue la policía, no fueron las instituciones, no fue la fantasmal justicia de esta ciudad la que hiciera algo.
El escenario de personas desaparecidas en Hidalgo es una tragedia de múltiples caras: la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas tiene el registro de 414 personas desaparecidas en el estado, sin embargo, los datos locales se mueven en otra dirección, pues la Comisión de Búsqueda de Personas de Hidalgo registra sólo 8 personas desaparecidas. La disparidad es enorme, el problema no es leer esto como datos, sino entender cómo se comportan los protocolos de búsqueda y denuncia de personas desaparecidas en el estado.
Lo que los números indican es que los familiares de los desaparecidos no están recurriendo a las instituciones, pues estas revictimizan, burocratizan y hacen aún más doloroso el proceso de búsqueda de una persona.
Las instituciones estatales no tienen la capacidad operativa de una instancia nacional, pero, lo que es lamentable, es que no tengan la voluntad para hacerse responsables de lo que les corresponde.
Tenemos un año sin Sebastián, sin Karla, sin Mariana, sin Juan, sin los cientos de nombres que se puedan agregar a una triste lista que nos recuerda que nunca sabemos cuándo será la última vez que veamos a alguien.