La repetición es una de nuestras condenas. Ya sea de forma individual o en el colectivo, las cosas en nuestra vida se repiten como una especie de recordatorio sobre la fragilidad, valentía o estupidez de la especie humana.
La semana pasada el presidente de Rusia, Vladimir Putin, invadió Ucrania. El mundo se escandalizó como si la guerra fuera una novedad. La mediatización del conflicto desató olas de indignación alrededor del mundo y diversas manifestaciones en las calles de Berlín, Roma o Madrid. Incluso en el territorio ruso, los ciudadanos tomaron el espacio público para pedir un alto a esta invasión.
Los rumores apuntaban a un conflicto de talla internacional que involucrara la intervención de naciones aliadas a cualquiera de los países en conflicto o a la propia OTAN. Se habló incluso de una tercera guerra mundial y el pánico y la tristeza se apoderaron de gran parte de los espectadores.
Resulta interesante pensar por qué esta guerra resulta más conmovedora para el mundo que cualquiera de los conflictos que han devastado casi todo el Medio Oriente en lo que va del siglo XXI. Es escandalosa la comparación que algunos medios han hecho al respecto de los muertos por la guerra en Ucrania y los muertos por el narcotráfico en México.
Hay países que son invadidos, profanados, desmantelados. Hay países que invaden, profanan, desmantelan. Hay países como el nuestro, que se dañan a sí mismos de la peor manera. La guerra en Ucrania es un suceso doloroso, como lo ha sido la guerra en la franja de Siria, en el territorio iraní, en Líbano. La guerra es oscura en nuestro México, en nuestras casas, contra nosotros mismos.
En este mundo crítico y apocalíptico, todos peleamos nuestra propia guerra, en esa especie de repetición malsana de un destino histórico y biográfico que no alcanzamos a entender. Y, como se ha dicho antes, este último atentado contra la soberanía de una nación es solo un recordatorio de que estamos condenados a la repetición.