Estoy frente al altar pagano.
—Es gente muerta —me asusta de sorpresa la anciana con traje tradicional, corona de flores y bastón de mando. Accidentalmente suelto un par de fotos que caen al río cristalino que se las lleva dando tumbos entre piedras, ramas atravesadas y penínsulas de musgo.
—Lo siento.
Ella niega con la cabeza, cierra los ojos y queda cabizbaja como si estuviese decepcionada. ¿Decepcionada? ¿De qué? ¿De quién? Se apoya con su bastón para dejar un llamativo floripondio rojiblanco y, cojeando, se da la media vuelta retirándose lentamente, como flotando. El camino serpentea y, conforme se aleja, su corona de flores parece sobrevolar de manera independiente entre la tierra y el cielo besando las puntas de todas las coníferas. Una experiencia místicamente indígena.
Llegué a la casona del rancho pensativo, en todo el trayecto no dejaba de pensar en aquél suceso cuando Fidel, el mayordomo de mi abuelo y quien amargamente me esperaba impaciente en la puerta, me abordó para regañarme:
—¡Te tardaste un chingo, cabrón!
—Ya estoy aquí.
—¡Tu abogado lleva mucho rato esperándote!
—Orita estoy con él.
—¡Me va a regañar tu abuelo!
Lo miré a los ojos y evitó mi mirada, palmeé su brazo un par de veces para intentar calmarlo y, luego de mirar el cielo y ver en las nubes la figura de un perro corriendo (mi perro muerto), entré a la casona y en la enorme sala tapizada de madera me esperaba Zimmer tomando una bebida caliente frente a la chimenea avivada con troncos, olotes y ramas.
—Aquí está lo que me encargaste —dice entregándome un paquete de libros.
—Muchas gracias.
No estaba solo, lo acompañaba el doctor U. Bloemendaal, mi nuevo psiquiatra. Nos presentaron, me hizo exámenes físicos básicos y, luego de que Zimmer se alejara formalmente unos metros, comenzó a interrogarme, preguntas irrelevantes hasta:
—¿Ya no has visto a tu hermano?
Negué con la cabeza, cerré los ojos y me dieron ganas de llorar. Siempre estaba en mi mente. Abrí los ojos, lo miré fijamente y, con la voz cortada, le pregunté muy seriamente:
—¿Usted sabe dónde está?
Hizo su cuerpo para atrás aguantando por un momento la respiración, me evitó simulando hacer algunas anotaciones y, muy nervioso, llamó a Zimmer varias veces, quien ya estaba en la cocina atendido por doña Refu y sus sobrinas.
—¿Qué pasa? —pregunta Zimmer comiendo una gran quesadilla azul.
—Ya terminé mi reporte.
—¿No quiere comer algo, doctor? ¡Todo está buenísimo!
—No, no, ya, ya me tengo que ir.
—Si quiere lo puede llevar Fidel —sugiero.
—¿Nos vamos, licenciado? —exige Bloemendaal ya en la puerta.
Zimmer asiente aún masticando, entra a la cocina pidiendo algo para llevar y luego se acerca a mí para advertirme:
—No dejes de tomar las medicinas.
—No se preocupe.
—Recuerda que es una de las condiciones de tu libertad bajo caución.
—Ya se han vuelto transparentes en mi vida.
—¿Eso qué significa?
—Olvídelo.
—Pero sí las estás tomando ¿verdad?
—En cada comida.
Zimmer asiente, me mira a los ojos buscando indicios de veracidad en mi respuesta y, luego de oler sonriente su itacate, sale para alcanzar al desesperado psiquiatra que ya lo aguarda arriba de un BMW blanco.
—No me andes ofreciendo chofer, escuincle —me advierte Fidel cuando salgo de la casa para aún alcanzar a ver la partida de mi abogado y psiquiatra—. Tú no eres mi patrón ¿eh, cabrón?
—Lo sé.
—¿Entonces?
—¿Quieres una disculpa? —le pregunto y no me contesta nada. Sólo truena la boca, escupe a un lado y se retira jalando violentamente a uno de los caballos.
—Tenga cuidado con ése —me dice doña Refu acompañada de Irma y Perla—. Es mañoso, miserable y bien traicionero. ¿Verdad, muchachas?
Sus sobrinas asienten, el sol se esconde y la neblina desciende.
—Esta es la última pastilla —me digo mientras la tomo con la cena, me despido y me voy a mi habitación en el tapanco.
—¿Estás seguro? —escucho la voz de Kant. Mi último suspiro moralmente racional, empero, de inmediato Hegel lo hace callar.
—Absolutamente seguro ¿verdad?
Asiento, sonrío y, estéticamente, el ritmo del río a mi lado despierta la conciencia intencional de todos mis actos. ¿Fenomenología pura? No obstante, abro el paquete de libros y…
—¿Otra vez tú?
Lo primero que veo, el que está arriba de todos, es una portada con el rostro de Marx. Sin embargo, no su clásica silueta de viejo sabio con barba y cabello largo, sino de joven, pelo corto y apenas con unos cuantos pelos en la cara. El título: Crítica de la filosofía del derecho de Hegel.
La revolución había comenzado.
Continúa 89
Por: Serner Mexica
Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".