¿Mamá? Aquí estoy. No te vayas. No me iré. No me dejes solo. Nunca. Sin ti me muero. No digas eso. Sin ti ya no quiero vivir. Debes hacerlo. ¿Por qué? Tienes una misión.
—¡Mamá! —despierto con un grito bañado en sudor. La fiebre ha cedido aunque no reconozco el terreno en medio de la oscuridad, sólo la silueta de una niña a contraluz del sol de la tarde. Camina y se le ilumina el rostro, es pelirroja, ojos verdes y pecosa. Carga a Puerquito, quien escapa de sus brazos y de un brinco llega a mí dándome lengüetazos. ¿Y la pistola?
—¿Buscas esto? —me dice mostrándome el arma.
—Dámela.
—¿Para qué la quieres?
—Para defenderme. Ahora dámela.
—¿Cuánto me das por ella?
—Nada, es mía.
—Mentiroso.
—¡Dámela!
—No me grites.
—Dámela.
—No.
—¡Es mía!
—¿Y por qué tiene un sello de la policía?
No sé qué decir, no quiero contestar, no tengo en quién confiar. Desciendo la mirada y ella sale corriendo, la sigue Puerquito. Estoy en calzones, busco mi ropa y no encuentro nada. Me sujeto por la cintura una tela rasgada y salgo a preguntar sobre mi situación y estado de cosas bajo el puente. ¿Cuánto tiempo estuviste inconsciente? Dos días. ¿Tienes hambre? No, hasta que me llega el olor de una olla al fuego.
Hay unas seis casuchas de lamina, cartón y plástico, enclavadas y escondidas entre dos gruesas columnas. En medio hay una pileta de plástico y una manguera que desvía la toma de agua de una oficina abandonada. Ahí están algunas mujeres, algunas ebrias y otras perdidas de la conciencia; hay dos con bebé. Me observan, cuchichean y ríen entre ellas. Algunos niños pequeños inhalan una estopa colectiva y un viejo demente grita mientras simula leer el periódico en el aire.
—¿No han visto a una niña? —pregunto a las señoras y vuelven a sus risas—. ¿Pelirroja, ojos verdes y pecosa?
Nadie dice nada.
—¡Hey, chico! —escucho la voz de la niña y volteo buscándola—. ¡Aquí estoy! ¡Arriba, menso!
Levanto la mirada y está asomada del puente a gran altura, recargando sus manos en la diminuta barda de contención amarilla. La sangre se me sube a la cabeza cuando veo a Puerquito a su lado.
—¡Se va a caer!
Me contesta con una trompetilla burlona, me avienta una lata de refresco vacía y desaparecen de mi vista. Busco por dónde subir para alcanzarla cuando me topo de frente con una anciana de lentes oscuros.
—Déjala, ya volverá.
—Tiene a mi perro.
—Y la pistola.
—También.
—Ven conmigo.
Se da la media vuelta, se retira guiándose con un palo de escoba y me doy cuenta que está ciega. La sigo hasta una de las casuchas, tapizada en su interior de santos, vírgenes y angelitos. Me voy a sentar sobre una caja pero me regaña, me quedo de pie y comienza a agitar un manojo de yerbas sobre mi cuerpo.
—¿Es una limpia?
—Silencio, muchachito.
Termina su ritual pegándome con el manojo dos veces, una en cada cachete.
—Ya te puedes ir —dice por último y enciende una bacha de tabaco.
Salgo de la casucha y la niña me sorprende dándome un fuerte susto. Puerquito ladra emocionado, lo cargo y me alejo caminando. Ella me sigue.
—¿No te vas a quedar más tiempo?
—Me tengo que ir.
—¿No quieres tu pistola?
—¿Me la vas a devolver? —le pregunto al detenerme y mirarla de frente.
—Con una condición.
—¿Qué?
—Enséñame a usarla.
Continúa 39
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Por: Serner Mexica
Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".