Ser y Devenir 150

Era de noche cuando el jarrón de más de doscientos años de antigüedad, traído supuestamente por un estudiante prusiano de la primera generación de graduados en Humboldt (hace también un chingo de años), se estrellaba rasgando una enorme pintura al óleo, también muy antigua, que retrataba a los primeros colonizadores cazando búfalos. ¡Hijos de puta! Los fragmentos, azulados por un lado y color hueso por el otro, se dispersaron como una estrella explotando sobre la invaluable alfombra persa en el salón principal del castillo. ¡Los odio! Luego rompí de un puñetazo el vidrio de un marco que resguardaba una vieja espada inglesa, la tomé empuñándola con ambas manos y, levantándola por arriba de mi cabeza, bajo la sangre goteando dramáticamente como una demoníaca calavera con más fuerza furiosa que el jodido infierno encabronándose, aticé con toda precisión contra el pequeño mueble de madera que, según el prefecto Higgins, le había pertenecido a George Washington. ¡Tómala, hijo de la chingada!
—Stop!
Los gritos de todas las voces presentes en la escena trágica del salón principal. El chaparrito Ted Collins, de mantenimiento, intentaba acercarse protegiéndose con una escoba mientras la gordita de Miss Rose regañaba a los alumnos que intentaban detenerme.
—¡Dónde está Benny! —exclamaba desesperado el prefecto Higgins mientras llamaba por uno de los teléfonos en el vestíbulo.
—¡Qué te pasa, chico! —me pregunta Miss Rose.
—¡Lo mataron! —respondo.
—¿A quién mataron? —me pregunta Collins.
—¡¡Lo mataron!!
Más de diez estudiantes comenzaron a acercarse demasiado pretendiendo desarmarme, empero, los disuadía la exasperación, irritación y extrema rabia en mi rostro de loco. Mi impaciencia animal los amenazaba mortalmente con la espada a todo aquel que se me acercaba.
—¡¡¡Aléjense de mí!!!
El día anterior recibí en mi cuarto al comisario Randolph, el que parecía vikingo, acompañando de Henry Mansel, director del internado y, aunque simulaba ser un sujeto agradable, mis instintos siempre me gritaron que era un auténtico hijo de la chingada. Una prueba era la excesiva tolerancia que le tenía a Kalten y sus amigos neonazis. El comisario Randolph también era un racista de clóset, se ve que quería gritarlo pero también sabía que no debía hacerlo por su cargo. Ambos, con cierta condescendencia, me explicaron el riesgo que había corrido, los delitos en que había incurrido y, moralmente hablando, de los grandes problemas en los que me pude haber metido.
—Afortunadamente —dice el comisario Randolph—, y luego de que tu caso estuvo en todos los periódicos de Reno, el fiscal ya no va a procesarte por el carro que te robaste, entre otros cargos menores.
—Tienes mucha suerte —dice el director Mansel— de que el propietario retirase los cargos, de otro modo tendríamos que haberte expulsado. Ya conoces las consecuencias de ello ¿verdad?
Cerré los ojos, aspiré hondo y sólo volví a abrirlos para, observándolos de manera impasible, preguntarles con suprema calma:
—¿Se les ofrece algo más?
Y ambos, desconcertados, me preguntaron al unísono:
—¿Qué? —Randolph. / —¿Cómo? —Mansel.
—Quiero estar solo —dije abriendo la puerta invitándolos a salir. La ventaja de Humboldt es que nadie puede estar en la habitación de un alumno sin su consentimiento, sea el mismo director o el comisario de Reno. Artículo 46 del reglamento del internado.
Me miraron molestos y luego se miraron entre ellos.
—Yo regreso la próxima semana —me advierte Randolph.
—Ya mañana puedes regresar a clases —dice por último Mansel.
Ambos volvieron a mirarse tras mi silencio. Todo el tiempo quería que se largaran. Que se fueran de mi espacio. Quería estar solo. Fui hacia la ventana, dándoles la espalda y, observando los montes escurriéndose imperceptiblemente a medio nevar, escuché cuando cerraron la puerta al salir. Sonreí. Finalmente se fueron. Soy feliz. Y el resto del día me la pasé leyendo el libro de Aristóteles sobre el alma:
—Todos los seres vivos tienen alma —me dice.
Me quedé sin aliento y, mientras me tocaba el cuello sintiéndome la cicatriz, paulatinamente volví a recuperarlo continuando en la lectura. ¿Varias almas?
—Vegetativa, sensitiva y racional.
—¿Varias formas de ser?
—Si así lo quieres ver.
—La primera la tienen todos los seres vivos, la segunda sólo los animales y la tercera únicamente el ser humano.
—Porque el hombre es un animal racional.
—Sin embargo, quizá pueda haber algunos animales que compartan el alma racional ¿no es así?
—¡No! —me responde categóricamente.
—¿Y el lobo?
—Extrañamente sí.
—¿En qué quedamos?
—Reflexiona en la naturaleza del lobo y comprenderás.
Pienso en ello, cierro los ojos y, efectivamente, reflexiono en él. Su ser, su esencia, su naturaleza. Progresivamente comienzo a comprender…
¡Toc, toc, toc!
Me interrumpen de manera odiosa tres fuertes golpes a la puerta, aún sin abrir los ojos e intentando no desconcentrarme del todo, pregunto la identidad del visitante y la respuesta me impide continuar con la anterior reflexión.
—Soy Ricardo Glenn, representante del consulado mexicano.
Lo único que quería era terminar lo más pronto posible con cualquier asunto jurídico-formal así que guardé la única silla en el armario, puse toda mi ropa sobre el sillón y lo recibí anticipándole que cargaba una tremenda gripa para que no se me acercara. El encuentro lo recuerdo como una nebulosa entre acción y diálogo:
Me siento en la cama, cubriéndome con la colcha, y lo observo esperando que él comience a hablar. Se me queda mirando, baja la mirada un par de veces y, alzando las cejas, me interroga. ¿Qué fue lo que pasó, muchacho? Es una pregunta muy general. Puedes comenzar por donde tú quieras. ¿Sobre qué? Sobre lo que te pasó. ¿No leyó el informe del condado? ¡Claro! ¿Entonces qué quiere saber exactamente? Tu punto de vista, ¿qué es lo que recuerdas? Esa también es una pregunta muy general. Sólo quiero saber cómo estás. Bien, gracias. ¿No tienes nada que contarme? Niego. ¿Seguro? ¿Estoy en problemas? Legalmente no, ya no, aunque la escuela te tiene en la mira para expulsarte. Que me expulsen. Creí que sabías que terminar el bachillerato en Humboldt era una condición para que recibas la herencia de tu abuelo. Su creencia es verdadera. Si te expulsan, muchos de tus familiares en México podrían lograr su misión de objetar el testamento. Que lo hagan. Podrían convencer al juez que tu abuelo no estaba en sus cinco sentidos y que tú lo engañaste para cambiar el testamento. No me importa. ¿No te importa la herencia? Me importan otras cosas. ¡Qué cosas! Me pongo de pie, vuelvo a acercarme a la ventana acariciando la cicatriz de mi cuello y, después de un tremendo silencio, le contesto volteando a verlo. Me quiero ir de aquí, ¿usted podría ayudarme? ¿Y la herencia? Ya le dije que no me importa. ¿Seguro? Sólo quiero regresar a México. ¿Y el dinero? No lo necesito. ¡Son millones! No los quiero. Glenn se pone de pie, escucho su pesado respirar y, luego de interrumpirse varias veces en algo que no logra expresar, me dice que va a comunicar mi absurda petición a mi prima Constanza.
—¿Has vuelto a escuchar los aullidos? —me pregunta Benny Alpinahua cuando, al día siguiente, estoy mirando el atardecer sentado en una de las ancestrales bancas de piedra en uno de los jardines del castillo.
—Hola.
—Did you?
—Gracias por salvarme la vida.
—Fue la montaña —dice al sentarse a mi lado—. ¿Has vuelto a escuchar los aullidos?
—Siempre —contesto luego de una pausa y nos quedamos mirando las cumbres durante un buen rato hasta que el último rayo de sol desaparece.
—¿Tú hiciste el hoyo donde te guareciste?
—No, yo no hubiese podido.
—¿No estabas solo?
—¡Estaba con el lobo! Él fue quien hizo el hoyo.
—¿El lobo con la pata cortada?
—Por una maldita trampa metálica.
—¿Y dices que se quedó contigo toda la noche?
—Cubriéndome, tapándome, dándome calor. Sin él no habría podido sobrevivir.
—Pero no pudiste sobrevivir.
—¿A qué te refieres?
—Te encontramos muerto.
—Tú sabes a lo que me refiero.
—Por supuesto que lo sé.
Se pone a mirar el horizonte en un suspiro y, sacramentalmente, me dice:
—El lobo te cuidó, pero desde la tierra de los muertos.
Un silencio acompañó la aparición de las primeras estrellas de la noche, su mirada me hizo entender lo que insinuaba y, reafirmando rápidamente mis recuerdos con el lobo en la montaña, quise esclarecerle que por completo se equivocaba.
—No, no, no —le dije—. El lobo me cuidó de la tormenta y…
—Su espíritu.
—No, no, no su espíritu. El lobo vivo, tal cual es, el lobo me protegió del frío. Sin él hubiese sido imposible.
—Lo sé.
—¿Entonces por qué estamos discutiendo?
—Por nada. Sólo que… —dice quedándose callado.
—¿Qué? —pregunto impaciente.
—El lobo está muerto.
Siento un hueco en el pecho pero aguanto el llanto para preguntar:
—Murió congelado ¿verdad?
Benny se pone de pie, me mira de reojo y, dirigiendo su perfil hacia las montañas, me confiesa:
—Lo mataron. (pausa) Una noche antes de la tormenta.
—¿Antes de la tormenta? —pregunto incrédulo mientras me limpio las lágrimas.
El lobo fue perseguido sin piedad, acorralado brutalmente y cazado de manera despiadada por los policías del condado. Lo desollaron y, como un trofeo para los estúpidos, exhiben su piel afuera de la comisaría.
—Lo siento mucho —me dice Benny.
Fue cuando sentí un tremendo anhelo, poderoso impulso y monstruoso deseo por destruirlo todo. Comenzando por el castillo.

Continúa 151

Por: Serner Mexica

Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".






EL INDIO FILÓSOFO - Serner Mexica

Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".