¡Qué difícil es la congruencia! Tiene pasos muy grandes y saltos riesgosos. Ser congruente es saber ser hombre y/o mujer de bien. Es ser digno de elogio, de respeto y estima. La congruencia vale más que la corona de un rey o los laureles del César, y más real que la aureola de un ángel. La congruencia tiene tres retos, y sólo se consigue al término del tercero, sin el cual, no hay victoria ni palmas.
Para empezar, “saber pensar” y elegir ideas, escoger creencias, definir la “fe”, adoptar bando, como resultado de estructurar la ideología propia en un sistema lógico articulado y fundamentado de verdades sustentadas, con argumentos y pruebas sólidas, sin tratar de defender una idiosincrasia sincrética, contradictoria, como ensalada de ideas y principios incompatibles y contradictorios, sólo porque suenan bonito o las hemos ido recogiendo a lo largo del camino, como casual collage ecléctico de frases sueltas, una ensalada desordenada de ideas, pero locura sabrosa, variada y colorida.
Requeriríamos ser expertos en lógica, epistemología y mentalidad científica… o al menos aplicar el sentido común y valorar (amar) la verdad con una convicción y compromiso serio, para armar convicciones. La verdad nos haría libres del error.
Como segundo paso, “saber decir lo que se piensa”. Saber cuándo decirlo o callarlo, cómo decirlo, a quién decirlo, conscientes del para qué decirlo y qué efectos tendrá. Dominar la propia lengua (especialmente bajo fuertes emociones), es más difícil que domar una fiera salvaje. ¡Si aprendiéramos a cerrar la boca! (Haríamos algo más que adelgazar). Si de lo que está lleno el corazón habla la boca, es preciso ver el corazón como una vitrina. No pongamos nada dentro que no queramos que se vea a la luz de nuestro hablar, pero… ¡ay de quienes dejamos a los demás sembrar lo que sea en nuestros sentimientos! No sabemos cuidar el corazón, no cultivamos cosas buenas y tampoco sabemos usar la palabra. Por la boca muere el pez… dicen. Hablar de creencias, es más fácil que vivirlas. Lanzar normas del “deber ser” al aire, es alegremente temerario sin intentar vivir bajo esas normas. Sentirnos mejores que los demás por conocer dogmas sin practicarlos es la esencia del fariseísmo. Como sea, si todo queda en palabras e intenciones, sólo somos charlatanes y habladores lengua larga.
Como tercer paso, “hacer o evitar lo que se dijo”. Nuestros hechos, son la historia que nos describe. Somos lo que hacemos e hicimos en el pasado. Como los frutos dan cuenta del género de árbol, así las obras redactan los dogmas de nuestra fe verdadera, pues sólo aquello que se practica es testimonio de nuestros principios reales. Sólo son mis actos, internos y externos, sea consentidos o puestos en práctica, quienes están constituidos como testigos fieles e imparciales de quién soy. La gente sencilla y sabia de campo tiene este dicho: “Lo que se escupe con la boca se sostiene con…” (aquí riman con diversos órganos, aunque mejores versiones dicen:) “… las obras”.
Por: Carlos Enrique Arias Vera
"Carlos Enrique Arias Vera, un ser humano peregrino por la vida, oriundo de una ciudad (Pachuca) y familia cosmopolitas, y diversificado en variadas aficiones, entre ellas el canto y las letras, docente de vocación, con grado de maestría, de profesión ingeniero civil. Tiene una curiosidad versátil y siempre insatisfecha. La mezcla de su formación académica, con la afición autodidacta a las artes y la práctica de algunos deportes y actividades, le confieren una cosmo visión personal sui géneris que comparte al tamiz de una filosofía dinámica, incluyente y matizada, y al igual que México, evoca un crisol del cual emerge un mosaico de opiniones y observaciones."