Hidalgo, Veracruz y Puebla, entidades gobernadas por PRI, Morena y, hasta hace poco, por el PAN, configuran la región más lastimada por el huachicol. Si la geometría política sirve para algo, podemos decir que ni el centro, la izquierda ni la derecha han podido contener a los ladrones de hidrocarburos, en gran medida porque hay una colusión estructural entre diferentes esferas del poder que no discrimina ideologías y que es capaz de adaptarse a cualquier entorno. De esta forma, los gobiernos locales han quedado rebasados, de ahí que la estrategia del actual gobierno federal, no de los anteriores que prefirieron hacer ojo de hormiga, ha tenido que endurecer las medidas para buscar la erradicación de este flagelo social. Era lógico que la resistencia contra las nuevas acciones de control y combate a la corrupción produjeran reacciones, enojos y conflictos. Si bien nadie puede afirmar hasta el momento que la tragedia de Tlahuelilpan fue perpetrada por los jefes del huachicol, tampoco pueden entenderse las manifestaciones de odio y desprecio de un sector importante de la opinión pública cuando afirma que ellos se lo buscaron. Si bien es cierto que fueron la rapiña, la ignorancia, los usos y costumbres también debe endosarse una cuota de la responsabilidad de la desgracia a la indolencia del Estado, de los gobiernos locales que fueron abandonando a su suerte a los habitantes de las regiones más marginadas. El saldo de la ambición: el fallecimiento de casi un centenar de personas.
Más allá de juzgar, condenar y señalar como responsables a los campesinos de su propio infortunio, valdría reflexionar sobre qué motiva el comportamiento de esas masas incontrolables y excitadas cuando se perforan ductos y surgen fuentes brotantes que salpican con diesel y gasolina magna. Se convierte en una fiesta popular, en un rito de una extraña forma de entender la solidaridad social. “Venimos a llenar los bidones”, “a juntar algo de gasolina que está por las nubes”, “a revenderla por unos billetes”, a beneficiarse de un ingreso que si bien no los hará ricos al menos en su economía doméstica habrá algún excedente, diría el pueblo y algún estirado economista.
Los abogados habrán de darle una lectura distinta al punitivo acto. Para ellos todo se sustenta en la discrecionalidad del estado de derecho, el que debe tolerar ciertas conductas ilícitas, pero no criminales, especialmente porque los gobiernos han sido incompetentes, sin la capacidad de generar para sus gobernados en pobreza condiciones de bienestar. Este es el tenor de esa región de pobreza, en la que las poblaciones recurren con cinismo lo mismo al huachicolero que al saqueo de trenes o transporte con víveres. En realidad se trata de un profundo fenómeno sociológico de confabulación comunitaria para cometer un acto ilegal, donde la supervivencia traspasa los límites de la moral pública, donde nadie tiene miedo a ser encarcelado porque frente a los ojos de la autoridad, el ejército y las policías, no se atreverían a reprimir un acto socialmente legitimado por esa multitud que perdió la esperanza y la confianza en sus representantes.
Si revisamos la historia y tratamos de asociar a estos atracadores de los combustibles nacionales con otros personajes con cierta semejanza ni siquiera los podríamos comparar con los Bandidos de Río Frío, una novela de Manuel Payno que retrata la marginalidad y los límites de la legalidad en historias que ilustran a manera de crónica o novela naturalista la extraña costumbre de asaltar diligencias en la ruta de Veracruz hacia la capital. Aquí no se trata de una gavilla de asaltantes divertidos o de modernos robin hoods, son en realidad perversas formas de sabotaje, de saqueo que opera desde las nuevas formas de la corrupción de la clase política y criminal que coloca como carne de cañón a los más miserables para que cubran los riesgos. Es el afán perverso por camuflajearse involucrando a la población, a la sociedad civil a hacer el trabajo sucio y flamable que les permita enriquecer sus ganancias y de paso hacerse los redentores de esos desesperados y sin esperanzas.
Tlahuelilpan, el humilde municipio de la tragedia, es un territorio como hay muchos de esos olvidados por las políticas del bienestar; con 55% de los pobladores que sobreviven en condición de pobreza, especialmente dedicados al gran sector más abandonado, la agricultura.
Las imágenes son contundentes. Fue en un campo de alfalfa donde se produjo aquella escena dantesca y aterradora. Nadie justifica la rapiña, pero tampoco se justifica la condición de marginación extrema que se vive en estas poblaciones. El reparto agrario no resolvió la condición de desigualdad del territorio rural, buena parte de los habitantes de aquel poblado hidalguense buscaban entre el relajo y el desorden aprovecharse de unos litros para irla pasando. Ellos se equivocaron y lo pagaron con su vida. Sin embargo, veo a muchos huachicoleros de cuello blanco que nunca se van a quemar, sólo moralmente, a esos beneficiarios del sistema político y jurídico que los protege, a los grupos empresariales salvados una y otra vez por los impuestos de los mexicanos. A esos se les ve muy sonrientes y sin el dolor que se vive en Tlahuelilpan.
Descansen en paz ese puñado de mexicanos que no son narcotraficantes, ni lavadores de dinero ni criminales que asaltan en el transporte público, ni banqueros beneficiados por el FOBAPROA. Ojalá el gobierno estatal pueda aclarar qué pasó y por qué no tomó acciones preventivas, o al menos por qué la marginación nunca fue atendida para no generar ese caldo de cultivo. Desgraciadamente Tlahuelilpan no es un lugar de excepción, su tragedia fue estar en la ruta del huachicol, que surge en Veracruz, Querétaro, Estado de México, Puebla, espacios que están en potencial circunstancia porque también allí hay pobreza, de ahí el riesgo de que se reproduzcan ritos de alegría y saqueo que culmina con los cuerpos carbonizados. Cuando la pobreza y la corrupción se aniquile, estoy seguro, ya no veremos más mexicanos pobres dejando la vida por rellenar un bidón.
Por: Mario Ortiz Murillo
Maestro en Estudios Regionales, realizó estudios de Marketing político y gubernamental. Académico, periodista y sociólogo urbano; amante de los mejores y peores lugares de la Ciudad de México, a la que pensó que le venía mejor rebautizarla como Estado de Anáhuac que CDMX. Desertor de la burocracia convencido de la poderosa energía de la sociedad civil y marxista especializado en la corriente Groucho (Marx). De profundas raíces fronterizas chihuahuenses, se siente más juarense que Juan Gabriel, aunque ninguno de los dos haya nacido en la otrora Paso del Norte. A punto de doctorarse, le ha faltado tiempo (y motivación) para lograr el grado. Observador de la política nacional e internacional que siempre le resulta un espectáculo más divertido que la más sangrienta de las luchas de la Arena Coliseo. Entre los personajes que más ha respetado en la política se encuentran Heberto Castillo, Arnoldo Martínez Verdugo, Valentín Campa, Carlos Castillo Peraza, Luis H. Álvarez, Olof Palme, Willy Brandt y Fidel Castro. Todavía sueña que en este país la izquierda merece una oportunidad para llegar a la Presidencia de la República; espera verlo antes de morir.