A lo largo de la historia de la política mexicana se han visto expuestos episodios que ponen al desnudo la fragilidad de la clase política y del sistema político en sí mismo. La poca seriedad con la que se toman las decisiones a la hora de elegir representantes populares nos ha llevado a tener en el poder a personajes tan deleznables como Irma Serrano, la actriz del cine de ficheras Carmen Salinas, el stripper Sergio Mayer, el exfutbolista Cuauhtémoc Blanco y una lista de muchos más nombres que no alcanzaría este espacio para nombrarlos. Hidalgo no está exento de este fenómeno, basta con poner de ejemplo a Fortunato González y Sharon Macotela.
Lo preocupante de este tema es que se trata de espacios de poder donde se toman las decisiones más importantes y determinantes para que un país, un estado o un municipio puedan prosperar o vean sepultada toda aspiración de crecimiento y desarrollo. Es ahí donde las cosas no cuadran y esto tiene a México en terapia intensiva, con un hartazgo social cada vez más estridente que conduce a la intolerancia y, en el mejor de los casos, a un desinterés desmedido.
Vayamos entrando en terreno pantanoso, lleno de maleza y fauna silvestre. ¿En qué momento la política se convirtió en una romería?, ¿en qué momento pasamos de ver política fina a politiquería? Incluso hay legisladores en las cámaras que, conscientes del descrédito y la vergüenza que producen, únicamente cobran sus sueldos sin tener una mínima productividad.
Y es justamente ahí, en el descredito, en la aberración y en la asquerosa manera de hacer política, donde viene al caso el modus operandi de las nuevas praxis, que mancha la historia de la de por sí desgastada actividad legislativa.
Parecía que los tiempos de José López Portillo habían quedado atrás, con su estilo autoritario y su cinismo marcado en las decisiones, personaje recordado por la frase lapidaria: “Es el orgullo de mi nepotismo”, sentencia que lanzó públicamente al referirse a su hijo José Ramón, quien se incorporó a su gabinete como subsecretario de Estado. Pero evidentemente las cosas no han cambiado y el Partido Revolucionario Institucional se ha convertido en un club familiar, en una membresía VIP al servicio de unos cuantos. Lo decimos justamente porque la sociedad sabe que en el PRI de ahora, el que se dice de puertas abiertas, efectivamente es de puertas abiertas de par en par… para la familia de la dirigencia estatal.
Basta con revisar los acomodos para las campañas federales de este año, que luego de la salida de Marco Antonio Mendoza Bustamante, le dio paso a Juan Pablo Beltrán Viggiano, quien llega a ocupar una curul sin ningún antecedente que medianamente justifique su nombramiento. Simplemente se la ganó por ser hijo de la excandidata del PRI a la gubernatura de Hidalgo y ahora también aspirante al Senado, Carolina Viggiano, con eso basta y sobra para salir del anonimato.
Así el cinismo de esta familia real que entre sus integrantes se prestan el poder y se reparten el presupuesto. Carolina Viggiano, Humberto Moreira y ahora Juan Pablo Beltrán forman el tridente que se ha apoderado no sólo del PRI, sino de los espacios legislativos y las prebendas que otorga el poder.
Y por si eso no fuera suficiente, el PRI de Hidalgo también es el juguetito que les ha servido para divertirse y para seguir ocupando los espacios entre ellos; el PRI estatal se ha convertido en el Club de Toby para seguirse repartiendo el cadáver partidista. Para ellos no existen las causas de la gente, no existe el deseo de ayudar verdaderamente a mejorar las condiciones de Hidalgo, eso ni siquiera les pasa por la cabeza. Sólo quieren poder para seguir siendo vividores del sistema político mexicano.
Como cualquier madre de familia, muy orgullosa debe sentirse la candidata al Senado viendo sentado a su hijo en un escaño que no le corresponde, pero que obedece a los caprichos de una raza con privilegios.