Luego de largos meses intentando contener una tragedia, en Pachuca por fin hemos cambiado al semáforo naranja, un indicador de que la desescalada hacia la nueva normalidad está comenzando. Sin embargo, como ya lo sabemos, los pachuqueños nunca hicimos mucho caso del encierro, así que una gran diferencia en las calles, no la hay.
Es comprensible que la vida económica de una ciudad tenga que continuar, sobre todo porque las condiciones laborales de muchas personas en el estado no son las mejores. Es comprensible que a los negocios de escala local les urja recuperar un ingreso que les permita subsistir, que la vida no espere, que necesitemos ganarnos la vida y seguir, de cualquier manera, pero seguir.
Pero este cambio en el semáforo hacia la “nueva normalidad” puede resultar muy engañoso. Basta con salir a la calle y observar a las decenas de personas en el espacio público, incluso ya sin cubrebocas, para descubrir que no aprendimos mucho de esta contingencia.
Recuerdo con ternura las publicaciones en las redes sociales que afirmaban que esto era una gran lección, que era lo que necesitábamos para cambiar nuestra forma de ser, para ser más empáticos, para comprender la fragilidad de las cosas, para valorar el mundo y la naturaleza. Pero no.
El corazón de los problemas está en nuestra incapacidad para comprender el mundo que nosotros mismos creamos, nuestra arrogancia es suprema, tanto que hasta supera un poco a nuestra ignorancia. Los pachuqueños hemos encontrado la forma de darle la vuelta a las indicaciones, siempre incrédulos, desafiantes.
Se dice que las tragedias están pintadas de sangre, ¿y si ahora se vuelven naranjas?