Por Rodrigo Brito
Siempre he pensado que el desarrollo del ser humano, desde que debía caminar durante días para conseguir sus alimentos y hasta el día de hoy, a las puertas de la inteligencia artificial, se debe a la necesidad de alimentarse; de haber tenido este asunto resuelto probablemente seguiríamos viviendo en cuevas, sin la ambición de dominar el fuego ni de dibujar en paredes estrategias para acorralar un bisonte.
Sin embargo, después de milenios de evolución y gracias a todos los avances que hemos logrado, desarrollamos técnicas y diseñamos instrumentos que nos han permitido ver los alimentos no solo como medio de supervivencia, sino como una experiencia de disfrute.
Otros avances tecnológicos nos han permitido viajar más lejos y conocer sabores nuevos, volver a casa y combinarlos con los ya conocidos, formando nuevos sabores. Esta fórmula se ha repetido incansablemente desde nuestros orígenes, ¿acaso no fue el motivo de los europeos al descubrir América, el poder encontrar una nueva ruta que les permitiera tener acceso a las especias? No llegaron a las Indias, pero se toparon con otro mundo lleno de nuevos sabores, olores, texturas y, sobre todo, técnicas e instrumentos desarrollados a través de muchas generaciones.
Este choque de mundos culturales-gastronómicos arrojó transformaciones increíbles que hoy en día forman parte de algunos de los patrimonios inmateriales más valiosos de la humanidad. No voy a hablar de cómo fue transformada la gastronomía americana con la influencia e ingredientes europeos, ni tampoco de cómo la gastronomía europea no existiría como es hoy sin la influencia del nuevo mundo y sus sabores. Hoy quiero hablar sobre todo de la variedad y de cómo, gracias a estos avances en tecnología y comunicación, podemos tener acceso a sabores complejísimos que vienen de todas partes del mundo, pero que aún así solamente es posible disfrutar en todo su esplendor cuando se prueban sintiendo el calor del fogón que los vio nacer.
Cualquiera de nosotros puede pedir desde su móvil un ceviche peruano o unos tacos mexicanos. Y seamos sinceros,
cuando pedimos ese tipo de alimentos, sabemos que estamos cumpliendo un simple antojo, pero que cuando queremos comer realmente rico o queremos quedar bien con un nuevo ligue o con un cliente importante, vamos a ese lugar en donde no solo la experiencia es increíble, sino que los alimentos son frescos, naturales, el chef sabe lo que hace y es reconocido por ello, y normalmente sabemos que debemos ir a un lugar de comida local o tal vez regional; entonces, ¿qué hacen los mexicanos en México o los peruanos en Lima, si los tacos son tan “informales”?
Lo que pasa es que, aun con la facilidad de comunicación con la que contamos ahora, existen sabores que no pueden ir mucho más lejos de donde nacieron. ¿Es posible producir un rioja en Centroamérica o jabugo en los Andes? No lo creo, sin embargo, al tratarse de productos que de origen fueron pensados para conservarse en buen estado por largas temporadas, es que podemos disfrutarlos en otras latitudes, ¿pero qué pasa con el queso Oaxaca o con los tamales? La industria moderna ha logrado envasar estos productos agregándoles un montón de químicos y de paso un sabor y texturas horrendos; todo mexicano sabe que no hay mejor lugar para comprar queso que bajo un toldo rojo adosado a una camioneta vieja parada en la esquina de la calle. ¡No hay más! Si algo tan sencillo con un trozo de queso fresco no puede ser disfrutado más allá de las manos del productor, ¿qué nos hace pensar que podremos disfrutar de una verdadera comida mexicana a miles de kilómetros?
Yo, como mexicano viviendo en el extranjero, dedico una parte importante de mi tiempo a descubrir esos tesoros escondidos que guardan recelosas las grandes ciudades, en donde algún compatriota lleva años perfeccionando sus platillos con ingredientes locales para poder lograr lo que su mamá hacía en casa o lo que la doña de la esquina lograba hacer bajo el toldo rojo.
No creo que sea imposible comer comida mexicana fuera de México, pero es muy difícil encontrarla y normalmente es cara. Tampoco creo que si te gusta la comida mexicana, tienes que ir a México, lo que estoy tratando de decir es que si te gusta la comida mexicana y nunca la has comido en México, entonces no sabes realmente lo que es la comida mexicana.
Mientras escribo estas líneas me encuentro de viaje en México con mi familia, llevo aquí 41 días y más allá de un par de desayunos rápidos para poder ir a disfrutar de la playa, no he repetido un solo platillo en mi mesa, estamos hablando de tres comidas al día: más de cien veces me he sentado a comer, casi todas con un platillo distinto frente a mí. Y no estoy hablando de tacos, de los cuales he comido bastantes, hablo de platillos de distintas regiones y matices, con una variedad de ingredientes difícil de calcular.
He estado aquí durante agosto y septiembre, lo cual me ha dado la posibilidad de comer chiles en nogada, molletes poblanos, pan de muerto, tunas de todos los colores; pero si hubiera viajado un mes más tarde, hubiera podido comer mole de caderas, unas semanas más y comía romeritos, otras más y comía chicozapotes y eso es tan solo en la región central de México.
Estimados lectores: con estas palabras me gustaría que la próxima vez que estén comiendo esos tacos fríos y desarmados que llegaron en moto, recuerden que existe algo más grande detrás de ese anuncio de comida mexicana. Lo sé, ir a México no es tan fácil como subirme al auto y conducir un par de horas, pero una cosa sí puedo asegurar, y cito las palabras de uno de mis grandes amigos en la vida desde Extremadura: “Ir a México me cambió la vida, existe un antes y un después en mi vida al conocer tu país y comer su comida“.
Rodrigo Brito
Mexicano radicado en Montevideo, Uruguay.
Diseñador Industrial de profesión, eat designer por convicción.
Amo los tacos y nunca digo que no para probar algo nuevo de comer.
Comida mexicana