Hidalgo es el estado más desobediente de México y a casi dos meses de haber implementado las medidas necesarias para contener la contingencia por el coronavirus, las cosas aquí van de mal en peor. A pesar del catastrófico escenario que hemos provocado, éste es un buen momento para comenzar a atar cabos y comprender el origen de nuestra falta de civilidad y respeto a las normas.
Hidalgo nunca se ha caracterizado por ser una entidad de honor para el país, es la verdad. Nuestros aportes al desarrollo nacional son pocos y más allá de nuestra herencia histórica y maravillosos corredores de pueblos mágicos, no brillamos por nada más.
Según datos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL), hasta 2018 Hidalgo contaba con 43.8 por ciento de su población en situación de pobreza; 38.9 en estado vulnerable por carencias sociales; 3.8 por ciento como vulnerable por ingresos, y sólo 13.5 por ciento como población no pobre y no vulnerable. Esto quiere decir qué más del 80 por ciento de la población en Hidalgo experimenta la pobreza en diversos grados y niveles de afectación.
Lo de atar cabos tiene que ver con entender desde dónde se generan los problemas del comportamiento social, en dónde nace la duda por la ciencia, en qué parte de nuestra cultura se gesta la sensación de inmortalidad, y para ello hay que aprender a leer las estadísticas.
La pobreza es el problema menos solitario de todos, siempre viene acompañada de otros que, juntos, son una gran bola de nieve. Para que el CONEVAL pueda hablar de pobreza, tuvo antes que contabilizar problemáticas como el rezago educativo, el acceso a los servicios de salud, a la seguridad y a la alimentación.
Si miramos con lupa qué significa ser pobre, las cosas cobran más sentido, pues si por la pobreza pasa algo tan esencial como la educación, entenderemos que lo realmente viral y asesino es la ignorancia y habrá que sentarnos a pensar quiénes nos han querido ignorantes, desde cuándo y por qué.
