—No hay dos mundos —me dice Nietzsche.
3.1 El amanecer en la costa veracruzana, la luz comienza suavemente en el constante ascenso de temperatura y el sol saborea la sal en su contradictoria espuma del mar. Estoy sereno. Progresivamente el calor aparece, el horizonte intenta hablarme a través de mis descripciones y su espectáculo del infinito florece. Estoy sensible. Sin embargo, desesperada-mente la poesía no aparece. Estoy bloqueado. Mi libreta es tan sólo una cueva de estupideces, garabatos y tachones. Estoy confundido lingüísticamente. Claramente entiendo el contenido de la experiencia estética pero aún no logro expresarlo, expresarme auténticamente o expresar-lo satisfactoriamente. Extraño a mi hermano. Me domina la sensación, el sentimiento y sigo atrapado en la sensibilidad. El devenir. Desde hace cuatro años rehuí voluntariamente de la razón filosófica para poder sobrevivir, valientemente regresé a la intuición original del pensamiento presocrático y, ocultándome en mi propio dogma, terminé transformándome de manera imperceptible en un antagonista de la modernidad.
—¿Y eso te molesta?
Lo pienso en imágenes, cavilo más allá de una respuesta provisional y, fundamentalmente, reflexiono en dicha postura antisocrática.
—No, pero siento que es algo nuevo.
—¿Estás seguro?
—No racional-mente.
—Entonces tienes razón.
—¿Por qué?
—Porque es algo nuevo.
—Define ‘nuevo’.
—¿En este contexto?
—¿Puedes hacerlo de manera universal?
Miro el horizonte de oriente, suspiro hondo y aún no hay nadie a mi alrededor. Es muy temprano. Las olas rompen grandiosamente la física, las nubes se difuminan por el sol naciente y, observando a detalle, muchas gaviotas pican-buscando crustáceos entre las rocas.
—¿Cuándo llegaste?
—Ayer en la noche.
—¿Y pasaste toda la noche frente al mar?
—Sí.
La gente aparece poco a poco, corredores y comerciantes. Agua de coco, jugos y múltiples frutas. Dos hermosas chicas trotan, un niño sin playera intenta pescar y un marino camina aprisa por el boulevard. La actividad social florece paulatinamente.
—¿Eres escritor?
—Aún no.
Me acerco a uno de los puestos, se me hace agua la boca mientras estoy indeciso frente a la variedad frutal y no sé si inclinarme por el nanche, la piña, el mango, sandía, melón, naranja y guayabas.
—¿Estás de vacaciones?
—Originalmente eran vacaciones pero…
—Pero ¿qué?
—Ahora que te conozco quiero quedarme a vivir aquí.
—Eres muy impulsivo ¿verdad?
Elijo un enorme mango con chile piquín, empero, antes de dar el primer bocado me sorprende un pelícano arrebatándomelo y, tras un hipnótico revoloteo, se aleja volando aparentemente lento.
—Hola.
Volteo, la miro y, no sé por qué, respondo en inglés:
—Hi.
Ella sonríe, estira su brazo y me extiende su mango:
—Do you want some?
Así conocí a Claudia.
3.2 Una ambulancia circula a toda velocidad por el boulevard costero, su escandalosa sirena resuena abriéndose paso entre los autos y, en su interior, la voluntad existencial del capitán Ferdinand luchando contra la muerte. Un infarto, el consecuente desmayo y un golpe en la cabeza contra el timón de su barco.
—¿Tú eres su nieto? —me pregunta un paramédico, niego y aclaro:
—Trabajo con él.
—¿Algún familiar al que podamos avisar?
—Sólo conozco a su ahijada.
Llegamos al hospital, bajaron la camilla y, junto con los paramédicos, el capitán desapareció al traspasar la doble puerta de urgencias. Llamé a Claudia al restaurante donde trabaja, sólo le dije que su padrino había desmayado y omití lo del ataque cardiaco.
—¿Dónde está? —me preguntó agitada al llegar, le dije que me siguiera pero al llegar a la doble puerta sólo la dejaron entrar a ella. Me quedé solo en el pasillo, aspiré hondo y, meditando tristemente en su posible muerte, regresé a la sala de espera.
La indulgencia y la indolencia eran dos ideas muy utilizadas por el capitán, la primera como la parte buena del ser humano y la segunda como su versión mala. La voluntad, en sentido intencional, como criterio fundamental de demarcación entre el bien y el mal. La misma filosofía del único cristiano en la historia, no obstante, el capitán decía no creer en Jesús aunque a veces se persignaba.
—Es sólo una manía de la infancia —se justificaba.
Una tarde en que nos envolvió una tormenta lo vi rezar a escondidas, no quise que descubriera que lo había descubierto y, cada vez que presumía su ateísmo, comprendía aún más su resentimiento. Decirse ateo como acto de rebeldía contra el dios que le arrebató a sus padres, contra la virgen que lo desamparó en el amor y contra sí mismo por su absurdo antagonismo. Odiaba a Dios porque lo amaba, de no sentir nada simplemente lo ignoraría y, en vez de ello, en silencio le reclamaba.
—¿Tú eres Serner? —me interrumpe una enfermera, asiento poniéndome de pie y, estoicamente, esperando lo peor—. Ya puedes ver a tu abuelo.
—Él no es… —iba a corregirle pero me arrepentí—. Muchas gracias.
Entré a una habitación con seis camas, únicamente tres ocupadas, una embarazada, un hombre fracturado de una pierna y el capitán Ferdinand. No se ve nada bien. El suero, cables en su pecho canoso y Claudia intentando infructuosamente darle de beber con un popote. ¿Saldrá de ésta? Me senté a su lado en silencio, sintiéndome culpable, sabiendo que había sido cómplice del sucesivo ataque al miocardio. Dos semanas antes, su médico ya se lo había advertido y yo fui testigo:
—¿Me está diciendo que no puedo beber?
—No debe beber, capitán.
—¿Ni siquiera una cerveza?
—No.
—¿Ni una?
—Ya excedió su límite.
Un pesado silencio entre ambos.
—¿No puede darle alguna alternativa, doctor? —pregunté.
—¿A qué te refieres, muchacho?
—Un medicamento que le quite la ansiedad.
—¿La ansiedad?
—La ansiedad de beber.
—En eso ya había pensado —dice poniéndose a escribir la receta, el capitán me pide que me acerque y, discretamente, me advierte:
—No me la voy tomar.
Ahora que lo miro sumido en el hospital, débil y al borde de la muerte, me arrepiento de haber sido cómplice de su última borrachera.
3.3 ¡Salud, muchacho!
—Salud, capitán.
El barco no tenía nombre por su eterno temor a perderlo, decía que todo aquello que quería se lo tragaba el mar y su recurrente ejemplo era macabro.
—Como a mis padres cuando era niño —siempre decía cuando sentía que el océano le arrebataba algo.
La marea en exceso tranquila, la tarde lentamente se escondía y el barco se mecía con suavidad.
—¿Te platiqué que yo fui griego en otra vida?
—Varias veces, capitán.
—Envidio tu edad. Tienes todo por delante. Me gustaría ser joven otra vez.
—Yo envidio su seguridad.
—¿A qué te refieres?
—No tiene dudas de nada.
—Bueno, yo…
—Sabe muy bien lo que quiere y, más importante todavía, lo que no quiere.
Un silencio acompañado del ritmo de la marea, la pequeña campana en el mástil y las gaviotas a lo lejos.
—¿Has vuelto a soñar con tu hermano gemelo?
Niego.
—No te preocupes, algún día lo encontrarás y podrás reencontrarte con él.
—Eso espero.
—¡Salud, muchacho!
Continúa 4
Por: Serner Mexica
Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".