Aferrados a descalificarse uno al otro, mostrando lo más burdo de su personalidad, los candidatos a la Presidencia se enfrentan al dilema de administrar un país o, finalmente, redefinir su rumbo para enfrentar los nuevos retos de su desarrollo, los cambios que se han producido en el entorno internacional y sus relaciones con Estados Unidos.
Lamentablemente, el último debate puso en evidencia las carencias de todos los candidatos a la Presidencia sobre los temas de crecimiento y desarrollo que enfrenta México: desde el que dice ser el mejor preparado académicamente y con mayor experiencia en la administración pública para dirigir al país, hasta los que nunca pudieron llegar a la Universidad de Harvard o Oxford y sólo pudieron llegar a Atlanta, a Monterrey o Tabasco.
En el año 2000, cuando Vicente Fox se convirtió en el primer presidente de la alternancia, la alegría se fue apagando en la medida que los ciudadanos constataban su miedo para tomar el poder, para realizar cambios en la administración pública y modificar la política económica seguida de la “crisis de los errores de diciembre” de 1994, surgida de los programas de ajuste y estabilización del Fondo Monetario Internacional (FMI).
En 2006 llegó al gobierno Felipe Calderón, en una coyuntura marcada por la acumulación de reservas del Banco de México y la esterilización de las mismas por no invertirlas productivamente, por la crisis de los “Subprimes” en Estados Unidos y el aumento histórico de los precios del petróleo, los cuales permitieron la entrada de abundantes recursos petroleros que se diluyeron entre los estados, pero cuyo gobierno siguió administrando el país y no modificó ni un ápice la política económica, basada siempre en los objetivos de inflación del Banco de México.
En 2012 quien prometió dejar de hacerlo, el presidente Enrique Peña Nieto, continuó los mismos pasos que sus antecesores, con una burocracia heredada de los gobiernos anteriores, inamovible y con la misma visión continuó gobernando, posiblemente por los acuerdos del “Pacto por México”, dejando en el olvido a miles de priistas que le ayudaron a su partido a volver a Los Pinos, marginándolos y empujándolos a desertar de sus filas. Pero eso sí: instrumentando unas reformas que se resumieron en la apertura de las ramas de la energía y las comunicaciones al mercado, en la creación de reguladores y normas para garantizar la competencia en mercados con pocos competidores y posibilidades de instrumentar políticas oligopólicas, pero lejos de una estrategia de desarrollo y un plan para impulsar el crecimiento de la economía a largo plazo.
Estas reformas fueron coronadas con una propuesta financiera destinada a dar seguridad a los bancos en la recuperación de sus préstamos; además de una reforma educativa orientada a ordenar laboralmente el propio desorden que su partido había provocado durante años en su sindicato, pero que no respondió a los cambios en el aparato productivo del país y a las necesidades de las empresas, pues jamás se redefinieron los perfiles profesionales de los egresados, los contenidos de los programas de estudio ni las competencias demandadas por las empresas, ni se realizó una reforma curricular de las carreras, para evitar que miles de profesionales graduados hoy terminen trabajando como taxistas o vendedores ambulantes, subutilizados en trabajos ajenos a sus perfiles, incluso después de tener estudios en el extranjero.
Pero lo peor de todo en este sexenio fue la reforma política. La modernización de los gobiernos en el mundo, empujada por el desarrollo tecnológico y la exigencia de la sociedad de tener una mayor participación en las decisiones de los gobiernos, de exigir una mayor transparencia en la administración de los recursos públicos y mejor rendición de cuentas, fue desoída. En su lugar, los partidos pactaron la relección de los legisladores y presidentes municipales a partir de este proceso, pero desecharon la segunda vuelta en las elecciones presidenciales y de gobernadores, así como la remoción de mandato, la cual le hubiera dado legitimidad a los gobiernos.
El mundo ha cambiado, está en mutación y México debe modificar su política económica para impulsar el crecimiento de su economía; para crear nuevos empleos y aumentar los ingresos de los hogares; para reducir el número de más de 32 millones de mexicanos que sobreviven en la economía informal y alimentan la delincuencia; para reducir la cifra en la realidad, y no sólo en la frialdad de las estadísticas; reducir el número de más de 55 millones de mexicanos que viven en la pobreza, el doble de los que existían en 1994.
Para ello, los candidatos a la Presidencia y al Congreso deben modificar la política económica seguida desde 1995. Debemos reconocer que aún existen extensas zonas de nuestro territorio donde los mexicanos no tienen acceso a vías de comunicación pavimentadas, a puentes que los saquen del aislamiento, a la electricidad, a las comunicaciones y al agua potable.
Aún más, debemos reconocer que el país dispone de una enorme masa de fuerza de trabajo con poca o sin ninguna calificación, cuya única opción de trabajo y de obtener ingresos es participar en la instrumentación de un Plan de Modernización de la Infraestructura, para volver a conectar el sur con el norte del país a través de trenes de alta velocidad que permitan acercar los mercados a los productores y a estos a las fuentes de materias primas, a los turistas transportarlos con plena seguridad hasta sus destinos.
Un plan de expansión y modernización de la infraestructura económica del país debe considerar darles acceso a todos los mexicanos a la electricidad, a las comunicaciones, al agua, al drenaje, al empleo y a poder vivir en condiciones dignas en casas apropiadas, que les den la dignidad que merecen como mexicanos. Las dádivas en efectivo a través de los programas sociales actuales sólo ofenden la dignidad de los ciudadanos al fomentar el clientelismo electoral, pero no darles una fuente real de trabajo para vivir.
A la vez, es preciso pensar en estimular el consumo interno y dejar de depender sólo de las exportaciones para estimular el crecimiento de la economía. Desde la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) la economía sólo ha crecido a un ritmo promedio anual de 2.4%; aún más, en los dos últimos sexenios la economía sólo logró crecer en 2.2%, en promedio anual, en cada uno de ellos y en el actual, seguramente, sólo podrá crecer en 2.1%, lejos de las tasas prometidas del 5%.
Pero entre los más de 55 millones de pobres del país no sólo existe la necesidad de poder disponer de mayores ingresos, sino que tienen enormes necesidades insatisfechas, de mejora de sus viviendas, de adquisición de bienes de uso duradero, de acceso a los productos que marcan la modernidad de nuestros hogares hoy. Todo ello pone en evidencia una enorme demanda de productos y servicios que las empresas pueden producir para satisfacerla, por supuesto, sostenido con un programa de créditos blandos que cierren ese círculo virtuoso e impacten en el crecimiento de la economía y el bienestar de los mexicanos.
Aunque los candidatos a la Presidencia se han abstenido de hablar de impuestos, hay enormes diferencias entre el México real y el de los equilibrios macroeconómicos. La globalización y sus particularidades han profundizado las desigualdades, permitiendo la concentración de la riqueza en pocas manos y el aumento de la pobreza; en nuestro caso, también el que muchas empresas trasnacionales saquen anualmente enormes beneficios de su actividad en el país; por ello es importante considerar la posibilidad de gravar las grandes fortunas, para apoyar con esos recursos proyectos productivos en las zonas de mayor concentración de la pobreza, en particular en las indígenas.
Hay mucho por hacer en México, pero las grandes decisiones no pueden estar en las manos de improvisados e inexpertos, ni pueden ser el fruto de ocurrencias, tal como ha sucedido en el país en los últimos años. México y los mexicanos merecemos saber por qué nos levantamos diariamente, qué estamos construyendo con nuestro trabajo; no podemos levantarnos cada día para averiguar qué vamos a hacer, cuál es la ocurrencia ahora, no sólo porque no disponemos de más recursos para seguir derrochando, sino porque postergar más el crecimiento económico y el desarrollo social del país puede llevarnos a revueltas sociales y mayor inestabilidad.
Por: José Luis Ortiz Santillán
Economista, amante de la música, la poesía y los animales. Realizó estudios de economía en la Universidad Católica de Lovaina, la Universidad Libre de Bruselas y la Universidad de Oriente de Santiago de Cuba. Se ha especializado en temas de planificación, economía internacional e integración. Desde sus estudios de licenciatura ha estado ligado a la docencia como alumno ayudante, catedrático e investigador. Participó en la revolución popular sandinista en Nicaragua, donde trabajó en el ministerio de comunicaciones y de planificación. A su regreso a México en 1995, fue asesor del Secretario de Finanzas del gobernador de Hidalgo, Jesús Murillo Karam, y en 1998, fundador del Centro de Estudios de las Finanzas Públicas de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión.