Ser y Devenir 149

Las cosas se ordenan lenta-mente. Todo es claro. Los hechos, el lenguaje y la estructura del universo. ¿Qué es la realidad? ¿Todo lo que existe o hay algo más allá de la existencia? ¿Y acaso las ausencias no son reales? Wittgenstein me confesó una vez estando pedo que Schopenhauer le había hecho soñar con la inspiración de su teoría pictórica del lenguaje que, a su vez, deduce lo místico como la imposibilidad de representación.
—De lo que no se puede hablar —siempre me dice—, es mejor callarse.
O dicho de un modo más contemporáneo: no tiene sentido intentar hablar (en sentido de representación) de aquello que es imposible representar. El alma, por ejemplo, podemos hablar de ésta sin problema hasta que queremos representarla lingüísticamente, i.e., en una expresión con supuesto valor de verdad. ¿Cómo determinar si una oración que contiene la palabra ‘alma’ es verdadera o falsa? La representación se quiebra, sarcásticamente, por el alma. No sólo como ejemplo de una palabra sino porque dicho concepto pertenece a aquella instancia más allá del lenguaje.
Amanece.
El viento de febrero desvanece lentamente la nieve a la orilla de Lake Tahoe, la luz atraviesa el hielo y el sol envuelve coloridamente todo el espectro. Suspiro hondo tocándome levemente el cuello sintiendo al mismo tiempo con mi palma el borde de mi cicatriz en el cuello. Casi no se siente. Un leve borde. La raya de una bala. Limpio con la otra mano el vapor que dejo en el vidrio de la enorme ventana de mi cuarto en el internado, vuelvo a exhalar pensando en todo lo que me ha pasado y, como lobo enjaulado, estoy encerrado involuntariamente por órdenes del Sheriff del condado hasta que me visite un representante del consulado mexicano.
—¿Te gusta la soledad?
—Es mi estado natural.
El enclaustramiento me daba el tiempo necesario para reflexionar a fondo sobre mi experiencia en la cumbre nevada, la locura por encontrar al lobo en medio de una descomunal tormenta y, místicamente, ser salvado por éste. Jamás lo olvidaré. ¿Dónde estará? Sólo espero que esté bien.
—¿Volverás a buscarlo?
—Él regresará.
En ese momento percibo un aullido a la distancia, proveniente de la quebrada y resonando su eco en las montañas.
—¡Es él!
—Estás loco.
—¿Por qué?
—Yo no escuché nada.
Me quedo pensando y, mientras veo a lo lejos del castillo las sombras de los árboles moverse entre las luces que le dan forma, vuelvo a escuchar el aullido dos veces más. Luego nada. Luego el silencio. Un silencio total. El sepulcro de un final trascendental, la dualidad temporal con el dios canis lupus de las montañas y el crecimiento espiritual a través de un aprendizaje filosófico más allá del lenguaje. Más allá de las palabras. Más allá del mundo.
—Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo —vuelve a decirme.
—Tú lo has dicho: de tu mundo.
Lo siento en el alma, comprendo dicho sentimiento y, sintiendo también dicha comprensión, me dan ganas de llorar. La reconciliación con mi mundo oponiéndose permanente-mente a cumplir mis anhelos había comenzado. Estaba peleado con la existencia, ahogado en un océano de deseos que aún no había analizado mi voluntad y, anti-intuitivamente, guardándome mis más profundos pensamientos. Me daba miedo que supiesen lo que estaba sintiendo. Me daba miedo que vieran mi alma. Me daba miedo lo que pensara el mundo. Ya no. No más. Jamás. Tengo miedo pero lo enfrento. ¿Ya ves como no eres tan pendejo? Sólo con mi hermano me había atrevido a confesar tanto, sólo ante nuestra madre que era la única capaz de distinguirnos, sólo ante mis ojos que no puedo ocultarles nada detrás de ellos, del cuerpo y del entendimiento. La re-conciliación con el mundo iniciaba re-conociéndome dividido por un relámpago filosófico entre dos modos de ser del ser humano: ser y devenir.
—¿Se puede? —pregunta Noah tocando tímidamente la puerta.
Me quedé sin palabras, abrí de inmediato y sonreí mucho al verlo acompañado de Bob, Sam y Benson. Habían pasado más de dos semanas desde mi regreso a Humboldt pero no me habían permitido ver a mis compañeros y amigos. Los abracé a los tres con mucho ímpetu pero sin decir nada y, después de algunos momentos en que sentí su incomodidad por mi expresión, los solté para darme cuenta que Noah era el único que seguía abrazándome. Lo miré y, apenado, me soltó. Volví a abrazarlo.
—¡Miren! —grita Bobby emocionado mientras saca de su mochila una caja redonda de galletas danesas.
—¿Y eso? —pregunto ingenuo, los tres me miran por un instante y, sorprendiéndome, comienzan a cantarme Happy Birthday.
—Pero mi cumpleaños ya pasó.
—Pero no estábamos juntos —me dice Noah entregándome un libro—. Espero te guste.
Acerca del alma de Aristóteles.
—A ti te regalo la navaja que te presté —me dice Bob—. ¿Te sirvió de algo?
—Nunca la cargo conmigo —respondo abriendo el cajón del buró, la saco y se la muestro—, pero en adelanté lo haré.
—Más te vale ¿eh?
—¿Aún tienes el crucifijo? —me pregunta Sam, meto mi mano a la bolsa del pantalón y se lo entrego—. ¿Sentiste que te protegió?
—Algo así.
—¿Y el regalo que te di en diciembre? —me pregunta Benson—. ¿Te gustó?
—La verdad ni lo he abierto —le digo y lo saco debajo de la cama—. Pero ahora es buen momento ¿no?
Benson sólo niega con la cabeza cuando veo que me regaló unos frondosos guantes para el frío.
—Irónico —apenas digo.
—¿Qué? —pregunta Noah.
—Nada. Vamos a probar las galletas —dije para cambiar el tema, sobre los guantes y los recuerdos de mis manos entumidas por el despiadado frío.
Así tenía que ser.
Devoramos toda la caja sentados en el suelo, a un lado de la ventana con la vista a las montañas, mientras les platicaba todo lo que recordaba. A mis amigos les tenía plena confianza y, sinceramente, no quería quedarme con aquello guardado únicamente para mí. No iba a contárselo a nadie más, sólo a ellos y, por supuesto, a Benny Alpinahua, a quien no he visto desde mi rescate.
—¿El lobo te cubrió del frío? —me pregunta Sam sorprendido.
Asiento.
—¿El lobo que mató al policía? —me pregunta Bob asustado.
Asiento.
—¿Y qué pasó con él? —me pregunta Noah preocupado.
Me pongo de pie, miro por la ventana y, luego de un profundo suspiro que termina en una espiritual sonrisa, respondo que no lo sé. Entonces vuelvo a escuchar el aullido a lo lejos, volteo a verlos y me doy cuenta que ellos no oyeron nada. Vuelvo a mirar por la ventana:
—Pero estoy seguro que está bien.
Y el aullido nuevamente.

Continúa 150

Por: Serner Mexica

Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".






EL INDIO FILÓSOFO - Serner Mexica

Filósofo por la UAM, estudió la Maestría en la UNAM y el Doctorado en la Universidad de La Habana. Fue Becario de Investigación en El Colegio de México y de Guionismo en IMCINE. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia EMILIO CARBALLIDO por su obra "Apóstol de la democracia" y en el 2011 el Premio Internacional LATIN HERITAGE FOUNDATION por su tesis doctoral "Terapia wittgensteiniana".