Hace unos días vi en redes sociales un homenaje a “El chavo del 8”, y aunque solo he visto de forma esporádica el contenido de la serie, me detuve a ver la actividad con la que recordaban al programa que divirtió a millones de personas. Se trataba de un baile que protagonizaban mujeres disfrazadas de los personajes creados por Roberto Gómez Bolaños y lo primero que vino a mi mente fue la palabra “anticultura”.
Para evitar que alguien se sienta ofendido o vilipendiado por mi comentario, aludo a dos connotaciones equívocas del término cultura: el primero se emplea para designar toda obra humana o de la sociedad, lo cual vacía de contenido un precepto filosófico; en segundo lugar, se identifica con un saber libresco y erudito que se manifiesta estéril si es puramente ornamental o si el saber soslaya una función valorativa.
Por otro lado, lo que debe entenderse como “cultura” es lo que da alcance a los estándares que expresa la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en su artículo 4, párr. 12:
“Toda persona tiene derecho al acceso a la cultura y al disfrute de los bienes y servicios que presta el Estado en la materia, así como al ejercicio de sus derechos culturales. El Estado promoverá los medios para la difusión y desarrollo de la cultura, atendiendo a la diversidad cultural en todas sus manifestaciones y expresiones con pleno respeto a la libertad creativa. La ley establecerá los mecanismos para el acceso y participación a cualquier manifestación cultural”.
El vocablo “cultura” proviene de la palabra “cultivo” y su raíz pudiera buscar explicar que el cultivo fue lo que permitió al ser humano el abandono del nomadismo, iniciar la civilización sedentaria y fincar las condiciones para acumular conocimientos teóricos y empíricos; la misma palabra la utilizó Cicerón para referirse a la instrucción en la ciencia, en la tecnología y en el arte, al tiempo que sirvieran al desarrollo y la actualización de las capacidades humanas; por último, y para nuestros fines, la Constitución se refiere al cultivo de valores, que en ningún sentido debería estar en contraposición con la raíz etimológica ni con la conceptualización cicerónica: entendamos que al ser la Constitución un instrumento político, será la administración pública quien ejerza un criterio para determinar qué es valioso, qué no lo es y qué parece ser valioso y no lo es.
De todo esto habrá de desprenderse, necesariamente, que la cultura se conformará con dos bases devenidas de la razón: el conocimiento y la solidaridad social. Es decir, que aquello que enfrenta al individuo con su homólogo, que destruye a los pueblos, que embrutece a las sociedades, que no aporta a la comprensión de la realidad y que es falto de razón, es anticultura (amén de que la conceptualización del logos evolucione y que la misma razón permita entender semejanzas y diferencias).
Visto lo anterior, ejemplos de “anticultura” existen como resultado de distintas circunstancias: el hablar cantado, el acto de tirar basura en la vía pública, provocar accidentes los fines de semana e ingerir alcohol impertinentemente. No puede perderse de vista que existe un conocimiento que permite la elaboración de medidas ejecutivas, legislativas o judiciales que pudieran endulzar el oído del gobernado, pero al tiempo podrían perjudicarlo o no favorecerlo y también serían ejemplos de contracultura. En tercer lugar, la creación de contenidos de nulo valor social (como “El chavo del 8”) y que puede, al menos, centrarse en aspectos sintácticos o en una coherencia de procesos como pueden ser la invención de un arma de destrucción masiva o una decisión política de miras totalitarias, son más ejemplos de anticultura.
La cultura no puede ser una obra que destruya, que enajene o que destierre a la razón; la cultura implica jerarquías axiológicas que por la relatividad de la misma será itinerante pero cuyo contenido se sintetiza en la estructura que rige a una sociedad.
Finalmente, y solo por no dejarlo de lado, los intelectuales orgánicos no son necesariamente concretizaciones de la anticultura porque pudieran ser verdades sus participaciones, porque cada dogma tiene a sus agustinos y en un afán de buenas intenciones, pudieran equivocarse.
Por: Iván Mimila Olvera
Abogado y asesor en materia constitucional y autor de los libros "Cuestionario de Derecho Constitucional" y "Cuestionario de Derecho Constitucional de los Derechos Humanos". Actualmente es litigante en activo y asesor de diversas organizaciones de la sociedad civil.